LA INDULGENCIA DE ESTAR SOLOS
“….¿y dónde iréis de viaje de novios?”, era la pregunta habitual después de anunciar nuestra boda y de recibir felicitaciones, besos, abrazos. Pero como esta pregunta se iba sucediendo y sucedía que siempre surgían caras de extrañeza con nuestra respuesta, ella y yo nos mirábamos dubitativos antes de responder de nuevo, sonreíamos levemente y respondíamos: “al Salar de Uyuni”. “¿Cómo?, “al Salar de Uyuni…”. Silencio.
Muchos, la mayoría, no sabían qué era ni dónde estaba y los que lo sabían peor, porque nos miraban condescendientes y con una sonrisa de lado respondían que “ah, bonito lugar”, sin más. Así que rápidamente pasábamos a otros temas, lugar de la boda, vestido, invitados, etc.
Pero aquí estábamos, entre el escepticismo de nuestros amigos y la preocupación de nuestros padres, pensando en el lugar remoto y extraño que habíamos elegido para este viaje inolvidable. Aquí estábamos, en el mismísimo centro del Salar de Uyuni, con casi 4.000 kilómetros cuadrados y a una altitud de 3.650 m, el mayor desierto de sal del mundo, en nuestra caravana de lujo.
Habíamos volado desde La Paz, la capital del país. Después de una hora tomamos tierra en una pista de tierra y nuestro conductor-guía nos estaba esperando. Viajábamos por un infinito espejo de sal formado por millones de formas hexagonales que, en ocasiones, parecía hielo y por la noche se iluminaba con la luz de la luna, cuando estaba mojado era el espejo más grande del universo, reflejando en el horizonte los lejanos picos nevados.
Cuando salimos por primera vez de nuestra caravana Airstream, en pleno desierto salado, sentíamos como caminar sobre pequeña porciones de vidrio roto. Girando alrededor, lo único que podíamos ver era un vacío blanco que se extendía hasta el horizonte, un paisaje casi surrealista, la nada eterna. Pensé, "ahora se puede pagar por la indulgencia de estar completamente solo, por sentir realmente como propio el tiempo y el espacio".
Visitamos Incahuasi, los restos de un cono volcánico que ahora se ve como una pequeña isla rocosa que se eleva sobre la sal. Las rocas de Incahuasi muestran huellas de conchas y corales vestigios de un pasado acuático. Sus laderas están salpicadas con miles de los cactus. La vista desde la cumbre era asombrosa. Mirando a mi alrededor me atreví a pensar que este era el último lugar verdaderamente virgen en la Tierra.
Después nos volvimos a perder en el infinito, por lugares donde no podíamos ver ninguna presencia humana. Allí, en ese lugar solitario del desierto salado, nuestro conductor-guía-mayordomo-cocinero nos preparaba una suculenta cena a base de carnes asadas y nos servía un delicioso vino boliviano de Tarija.
Lentamente, con la noche reflejando los rojos intensos del atardecer, nuestro chofer-guía-mayordomo-cocinero desaparecía con el vehículo, rumbo a la población más cercana, dejándonos solos, con la caravana, los únicos sobre la tierra, sobre el salar, con una radio y un teléfono vía satélite, como una concesión para ahuyentar nuestros miedos.
A la mañana siguiente, desde la comodidad de nuestra cálida cama, fuimos testigos de un luminoso amanecer naranja en uno de los paisajes más extraordinarios que habíamos visto jamás. Poco después, nuestro chef llamaba a la puerta, con zumos recién exprimidos de naranja, piña y papaya dulces, servido junto a un café recién hecho, tostadas, yogur, empanadas…...
Nos miramos y sonreímos levemente, seguros de que nadie jamás, ni nuestros padres, ni nuestros amigos lo entenderían. Salvo que también ellos pagaran por esta indulgencia de estar solos, en Uyuni.
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